Homilía de
S.E.R. Mons. Christophe Pierre
Nuncio Apostólico en México
Profesión Perpetua y Primera Profesión Religiosa de
Siervas Guadalupanas de Cristo Sacerdote
(6 de Enero de 2012)
Muy queridas hermanas y hermanos,
Doy gracias a Dios por darme la oportunidad de estar aquí con ustedes, queridas hermanas Diana Jiménez Ruíz, Nora Vanesa Canúl González, María del Carmen Villafuerte Valencia, Belinda Carrasco Ramírez, que hoy hacen su profesión perpetua al Señor, así como a ustedes, hermanas Azuay Selene Reséndiz Miranda, Dulce Verónica Bravo Sánchez y Rosaura Méndez López, que hacen su primera profesión religiosa en el Instituto de Siervas Guadalupanas de Cristo Sacerdote. Las felicito y las felicitamos por el gran paso que dan hoy sostenidas por el Espíritu Santo, el único que puede hacerlas conscientes de que «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos por el Evangelio, por Cristo; nada más bello que conocerle y comunicar a otros la amistad con Él» (Cfr. Benedicto XVI, Misa de inicio del Pontificado; Sacramentum caritaris, 84). Conciencia que aquí las trae hoy para cansagrarse a Cristo Sacerdote, asumiendo su manera de pensar, de juzgar, de decidir, de actuar. Esto es, su mismo modo de amar, radicalmente oblativo.
Su emoción hoy es sin duda grande al darse totalmente al Señor que, amándolas, las eligió y las llamo a seguirle íntimamente.
De la “llamada de Dios” nos habla precisamente la palabra que hemos escuchado. Primero, la llamada de Dios a Abraham invitándolo a salir de su tierra, a dejar atrás todo lo que, a partir de ese momento, resultaría caduco, confiando entera y filialmente en Él y en su promesa: “en ti bendeciré a todos los pueblos de la tierra”.
La llamada se hace también presente en la segunda lectura por medio de San Pablo. Una llamada más amplia, dirigida a todos los hermanos: “los exhorto –dice San Pablo-, por la misericordia de Dios a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios”, “renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.
Pero esta llamada de Dios en Cristo se hace más evidente en el evangelio, cuando Jesús, alabando al Padre, invita a todos, particularmente a los afligidos y agobiados, a ir a Él, a cargar su propia cruz, y a aprender de Él: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”.
Pero volviendo, en particular, la mirada a aquella que en cierto modo es prototipo de todas las llamadas: la llamada de Dios a Abraham, vemos, ante todo, cómo es Dios quien toma la iniciativa; que es Él quien le sale al paso mostrándole un plan sorprendente, inesperado y desproporcionado a sus solas fuerzas. “Sal de tu tierra”. “Haré de ti una gran nación (…) y serás una bendición», y “en ti bendeciré a todos los pueblos de la tierra”.
Viene luego la respuesta de Abraham, que acogiendo el llamado, sale de su tierra, se encamina por el sendero que Dios le irá señalando dejando atrás sus planes y proyectos, sus posesiones, la seguridad de su tierra y de su parentela para emprender un camino que lo conducirá a una nueva tierra, a una nueva historia. Abraham es un personaje importante en la teología de la historia. Es el hombre de la promesa, el hombre dócil a la iniciativa de Dios. Y así será siempre. A semejanza de Abraham, el hombre o mujer que, llamado, es dócil a la invitación del Señor, se deja guiar por su Voluntad por encima de sus proyectos personales.
Por su fidelidad, Abraham se convierte en sí mismo en una bendición de Dios. Será él el eslabón de una cadena que llevará la bendición de Dios a los pueblos. Pero, en realidad, también todo aquel que se abandona a la llamada de Dios se convierte en bendición. En Abraham comprendemos que el sacrificio que implica la obediencia fiel al plan de Dios, es fuente de fecundidad espiritual, de gracia y de bendición. Y Dios es siempre fiel.
Así, la vocación que el hombre o la mujer experimenta es como un mandato imperioso a “salir”, dejando un mundo, un estilo de vida, una familia para ir hacia una realidad nueva. “Salir” para recorrer un camino largo, que dura toda la vida. Y es que, de suyo, creer es siempre hacer camino, es lanzarse a la aventura apoyándose en la Palabra y la fuerza de Dios que mueve a buscar y a construir un mundo más justo, más fraterno, dejando atrás el mundo viejo que hemos llenado de injusticia, sufrimientos, desigualdades y mentira. La fe nos lanza a buscar a Dios -el único Absoluto- sin pararnos a adorar a los ídolos que en el camino pretenden ser nuestros verdaderos salvadores. Abraham se puso en camino. ¿Estamos dispuestos a emprender, como él, esta aventura de la fe? ¿A tomar parte en la exigente tarea del Evangelio?
La Profesión religiosa de nuestras hermanas nos lleva hoy, o nos debería llevar a preguntarnos: ¿vale la pena dar la vida por una causa? ¿vale la pena pronunciar y vivir radicalmente los votos de castidad, pobreza y obediencia? ¿vale la pena consagrar la existencia en la vida religiosa?
Y ¡Sí! Ciertamente que vale la pena. Porque consagrar la vida en la vocación religiosa, no es consagrarse a una vida sin sentido. Su destino es el amor, con los sentimientos de Cristo. La vocación religiosa es una respuesta al amor, es comprender que hemos nacido para amar porque somos infinitamente amados por Dios en Cristo. Es ser luz en el camino de la Iglesia. Comprender que urge dar un corazón humano a nuestros corazones corporales y también a los de los demás. La vida religiosa se convierte, así, en ser compañeros de camino de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, hablándoles de Dios en su lenguaje, acompañándolos con nuestro ejemplo, protegiéndolos en sus debilidades y permitiéndoles que dentro de los diarios afanes de sus vidas, descubran que Dios existe, que está cerca y les ama.
A cada una de ustedes, queridas hermanas, Cristo las ha llamado a seguirlo, a realizar continuamente un «éxodo» de sí mismas para centrar su existencia en Él y en su Evangelio, en la voluntad de Dios, despojándose de sus proyectos, hasta poder decir con san Pablo: “No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). Este «éxodo» de sí mismas es ponerse en un camino de adoración al Señor y de servicio a Él en los hermanos y hermanas. Adorar y servir: dos actitudes que no se pueden separar, sino que deben ir siempre juntas. Adorar al Señor y servir a los demás, sin guardar nada para sí: esto es “despojarse”. La identidad evangélica de la vida consagrada está precisamente en esto: en vivir siempre la centralidad de Cristo, ayudando a las personas y comunidades a vivir el «éxodo» de sí en un camino de adoración y de servicio, ante todo a través de los tres pilares de su existencia:
1. De la obediencia, como escucha de la voluntad de Dios.
2. De la pobreza como superación de todo egoísmo en la lógica del Evangelio que enseña a confiar en la Providencia. Pobreza como indicación a toda la Iglesia de que no somos nosotros quienes construimos el reino, sino que es ante todo la potencia, la gracia del Señor, que obra a través de nuestra debilidad. Pobreza que enseña la solidaridad, el compartir y la caridad. Pobreza que se aprende particularmente con los humildes, los pobres, los enfermos y todos aquellos que están en las periferias existenciales de la vida.
3. Luego, la castidad como carisma precioso que ensancha la libertad de entrega a Dios y a los demás, con la ternura, la misericordia, la cercanía de Cristo. Castidad por el reino de los cielos, que se convierte en un signo del mundo futuro, para hacer resplandecer siempre el primado de Dios.
Manteniendo, pues, queridas hermanas, su mirada dirigida a la Cruz, ahí donde Jesús Sacerdote se hace siervo hasta la entrega total de sí, vivan plenamente su vocación. Vivan con alegría su consagración acompañando, comprendiendo, ayudando, amando, abrazando a todos y a todas, especialmente a las personas que se sienten solas, excluidas, áridas; a las periferias existenciales del corazón humano.
Vivan alegres, porque es bello seguir a Jesús, es bello poder ser icono viviente de la Virgen María y de nuestra Madre la Iglesia. Vivan alegres, manteniéndose siempre unidas a Jesús. Vayan a Él. Vayan día a día para adorarlo y confesarle su fe, confianza y amor; vayan, respondiendo a la invitación que con palabras llenas de consuelo, de misericordia y de fortaleza nos hace siempre: “Vengan a mí todos los que estén cansados y agobiados”.
Adorar a Jesús, quiere decir “estar con Él”, estableciendo un diálogo sincero y sencillo; significa contemplarlo, pasar tiempo a su lado y dejarse querer: tan sencillo como importante, y tan accesible como exclusivo. Rezar, platicar, compartir, preguntar, escuchar, cantar, estar, amar, agradecer y dejarse amar. No hacen falta palabras y frases elevadas; basta hablarle con el corazón. Recuerden siempre que lo lo verdaderamente decisivo es lograr encontrarse con Cristo. Porque solo podrán conocerlo, escucharlo, amarlo, seguirlo, imitarlo y aprender de Él que dice: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”.
Jesús se pone como modelo. Y si logramos aprender su lección, nada logrará agobiarnos; hasta la mayor preocupación se disipará si sabemos abandonarnos como niños en los brazos de nuestro Padre Dios que es siempre “compasivo y misericordioso” (Sal, 102).
Sostenidas, pues, mutuamente en la comunión fraterna, procuren hacer suya la recomendación de San Pablo: “con solicitud incansable y fervor de espíritu, sirvan al Señor. Alégrense en la esperanza, sean pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración”. En su vida estará siempre el Señor esperándolas para ofrecerles su amor, su misericordia, consuelo, fuerza y vida. Es Él quien, conociéndolas en profundidad, quiere cada día bendecirlas y participarles su Espíritu. Es Él quien, mejor que ustedes mismas, sabe valorar lo que cada una quiere ofrecerle sacerdotalmente a lo largo de su existencia.
¡Que la Santísima Virgen, Santa María de Guadalupe, interceda, pues, por ustedes y por nosotros, por cada uno de sus hijos; y nos cobije bajo su manto maternal, nos libre de todo mal y nos muestre a Jesús, “el fruto bendito” de su vientre!
Así sea.