El proyecto del Padre, como nos lo sigue enseñando Jesús por la fuerza del Espíritu Santo, y que es centro de nuestra fe cristiana, es que todas las mujeres y todos los hombres tengan vida, vida digna e integral. La práctica de nuestra fe, en el acontecer de la Historia de Salvación de nuestro Dios a su Pueblo, denuncia proféticamente todo aquello que resta vida; todo lo que la oprime, esclaviza y condiciona la vida humana.

La Cultura de la Muerte que denunció, hace más de 20 años, el papa san Juan Pablo II, pasó de una realidad amenazante a un desafío pastoral con la defensa y la protección de la vida que actualmente enfrenta la comunidad de creyentes, y de modo especial en América Latina, al que se le identificó como el “Continente de la Esperanza”, en el que viven la mitad de los católicos de todo el mundo. Es aquí en nuestra América, concretamente en México, donde la Vida en Dios y de Dios dador de toda Vida, debe anunciarse, respetarse y protegerse con gran valor, alegría y esperanza: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia (Juan 10,10)”.

Y en congruencia con el llamado a promover a toda persona humana y en todas las sociedades el respeto a la Vida integral, debe de llevar a los cristianos a garantizarla en todos los aspectos: familia, salud, alimento, medio ambiente, vivienda, educación, servicios públicos, reconocimiento de sus derechos ciudadanos, libertad religiosa, identidad cultural, y la seguridad y protección irrestricta de parte del Estado.

En la V Conferencia en Aparecida (2007) los obispos Latinoamericanos y del Caribe, indicaron: “Esperamos que los legisladores, gobernantes y profesionales de la salud, conscientes de la dignidad de la vida humana y del arraigo de la familia en nuestros pueblos, la defiendan y protejan de los crímenes abominables del aborto y de la eutanasia; ésta es su responsabilidad (DA No. 436)”, y en este proceso con sus procedimientos, la sociedad de creyentes debe apoyar el derecho a la vida, desde los niños en el vientre materno hasta la muerte natural de todo ser humano, con tareas solidarias muy concretas en atención a las mujeres embarazadas para que cuenten con las mejores condiciones de vida en su familia y comunidad, así como lo señalaron los obispos en Aparecida No. 469g: “Apoyar y acompañar pastoralmente y con especial ternura y solidaridad a las mujeres que han decidido no abortar, y acoger con misericordia a aquéllas que han abortado, para ayudarlas a sanar sus graves heridas e invitarlas a ser defensoras de la vida. El aborto hace dos víctimas: por cierto, el niño, pero, también, la madre”. Lo mismo para las personas en situación de una enfermedad terminal, y así en todo lo que ponga en riesgo la vida humana, Creación de Dios.