Homilía de Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco, en la Celebración del Domingo de Resurrección.

Verdaderamente ha resucitado. Este gran anuncio queridos hermanos, ha llenado la historia, ha llenado muchos corazones, ha llenado de luz y de alegría y esperanza a todo el pueblo de Dios, ciertamente a la Iglesia Católica.

 

El anuncio grande: “Resucitó el Señor”, “verdaderamente ha resucitado”, “la tumba está vacía”, porque Dios lo levantó, Dios que nos lo envió, Dios que lo engendró desde toda la eternidad, y que estuvo viendo y escuchando todos los misterios, las verdades, el amor del Padre, Él que tuvo esa experiencia, vino a compartirnos, a transmitirnos, ese misterio, ese destino, y verdaderamente Dios lo acreditó. Todo lo de Jesús es divino, no solo tiene un sabor espiritual, divino, todo lo de Jesús es celestial, eterno, divino. Por eso la Iglesia lo adora. Las mujeres sintieron, en una forma tan hermosa, intuyeron, como queramos decir, que una persona, así, como Él, una persona tan inocente, tan pura, tan auténtica, tan verás, tan sacrificada, tan noble, no podía morir, no debía morir, por eso ellas a toda hora buscaban adorarlo, homenajearlo, llevarle perfumes, porque Él no se iba a corromper jamás, Él no tenía nada que tuviera una cita con la corrupción, con la destrucción, en Él todo era sólido, válido, precioso, y como hemos dicho, divino.

Queridos hermanos, ojalá ustedes y yo pertenezcamos a ese grupo de los discípulos, de las discípulas de Jesús que lo adoran, que lo buscan, que lo necesitan, que confían absolutamente, perfectamente, gozosamente, en Él. La tumba está vacía, muchos habrían querido burlarse o despreciar ese signo, pero queridos hermanos, es que Jesucristo es el primogénito de toda creatura, es el primogénito entre los muertos, ya Dios violó, con la muerte y resurrección de Jesús, Dios destruyó todas las tumbas, todos los senderos de la muerte han sido vencidos, gracias a la bondad, gracias al amor, gracias a la semilla que Cristo dejó en la historia humana.

Por eso adoramos u bendecimos a Dios, por eso agradecemos y adoramos a Jesucristo, porque nos dio su Palabra, su sabiduría, su bondad, su fortaleza, su espíritu, su cuerpo, su sangre, su tiempo, su eternidad. Jesucristo nos regaló a su Madre, Jesucristo  nos regaló a su Iglesia, nos regaló sus discípulos, todo lo regaló para bien, para salvación, para apoyo, para indicio y referencia a favor en de nosotros y que ahí descubriéramos la vida, ahí descubriéramos la luz, cómo debemos vivir, cómo debemos ser, desde dentro, desde lo más íntimo y sagrado de nuestros corazones.

Jesucristo ha sido perfectamente acreditado por Dios, todo lo de Jesús no pasará. El cielo y la tierra podrían pasar, pero sus palabras: “mis palabras no pasarán”,  y si sus palabras no pasan, menos aquellos a quienes Él amó, menos aquellos que lo aman. Si las palabras de Jesús no caen, no son descubiertas, vacías o sin fuerzas, muchos menos los discípulos, mucho menos los que han dejado crecer el amor, la confianza en Él. Eso es la resurrección queridos hermanos, nada de Jesús queda en zonas de muerte, en zonas de corrupción, de soledad, de abandono, de aniquilamiento, todo lo de Jesús sube, va glorioso hacia Dios, y ahí es donde entramos nosotros queridos hermanos, por favor, ustedes y yo entendamos, nuestra grandeza, nuestro secreto, ser de Jesús, pertenecer a Jesús, caminar en su corte, estar en su grupo, tener sus sentimientos, tener sus mismas intenciones, sus propósitos, tener sus mismos métodos, tener su misma visión, que es estar con Dios. Lo de Dios no muere, lo de Cristo jamás perecerá.

Por eso los cristianos nos llenamos de alegría, por eso los cristianos nos sentimos inmensamente felices, aun cuando en este momento muchas circunstancias quieran contradecir, o sofocar, o ensuciar esta esperanza, nosotros en lo sagrado, en lo íntimo, teniendo a Cristo, confiando en Cristo, pidiéndole a Cristo, estamos experimentando que no moriremos, que no seremos avergonzados, que no quedaremos hundidos, sino que Dios nos levantará. Pues queridos hermanos, levantemos el corazón, levantemos los ojos hacia Cristo, hacia Dios. Levantemos el alma, no estemos tristes, no desconfiemos, no nos apartemos, no descuidemos este tesoro de nuestra fe en Jesucristo resucitado.

Hoy junto con ustedes yo quiero dar gracias y disfrutar y celebrar con amor esta Sagrada Eucaristía, donde tenemos su Palabra, donde tenemos su cuerpo, su sangre, donde tenemos a sus amigos, a sus discípulos, a su pueblo que tanto amó, que tanto sirvió, como son ustedes.

Queridos hermanos, crezcamos en la fe. No nos avergoncemos de nuestra fe cristiana, no dudemos jamás en Jesucristo o de Jesucristo. Nosotros cada vez seamos más entusiastas y fervorosos creyentes, y comprometidos con su persona, con su obra, con su mentalidad, con su Iglesia.

Yo sé que ustedes queridos hermanos, solo lo buscan a Él y solo lo aman a Él, y de ahí viene esa gran capacidad de amar, de vivir, de servir. Que a partir de esta Pascua todos nosotros seamos mejores cristianos, seres humanos. Que a partir de esta Pascua también nosotros demos signos de vida, de resurrección. Ya dijimos, no nos vamos a dejar caer, pero no dejemos que otros se caigan, tendamos la manos a los que vacilan, a los que se pierden, a los que se sienten débiles, a los que están pasando tribulaciones o desesperanza. Tendamos la mano a toda esta familia que es la de Cristo.

Seamos signo de su resurrección. Llevemos un estilo nuevo de vida, no hundamos a nadie, no ensuciemos a nadie, no dañemos a nadie, no le quietemos nada a nadie. Nosotros seamos esa luz hermosa que Dios depositó en la tierra que se llama Jesucristo Nuestro Señor. Y hoy y siempre, pero cada vez con más alegría digamos: “que Él vive y reina por los siglos de los siglos. Amén”.