Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco
Kyrie Eleison. “Señor, ten compasión de mí”. El día de hoy, la Iglesia, como recibe una gracia, una motivación preciosísima, ¡Sí!, para orar, ¡sí!, para estar en presencia del Señor, pero, yo diría: para vivir, enseñanza para la vida de todos los días, una enseñanza inmortal. Nuestro Señor comienza diciendo: que unos se sentían mucho, justos, buenos, especiales, y despreciaban a los demás; el Santo Evangelio lo dice con toda claridad, y como que retrata una de las conductas más habituales de la vida, del mundo, ‛despreciar’. ¿En qué calidad, a nombre de qué o de quién nosotros despreciamos a los demás? Qué triste, fatal, menospreciar, ver para abajo, hacer a un lado a los demás, se podría decir de muchas maneras.
Qué enseñanza tan importante, pues, para nosotros los creyentes esto, Yo amo a Dios aprender a no despreciar jamás a nadie, no menospreciar; por lo tanto, no ofender a nadie, sino todo lo contrario; si nosotros llevamos el dinamismo de la fe: Creo en Dios, yo creo en sus hijos, en mi pueblo, en mi familia, en mi gente. Yo amo a Dios, el mandato está muy claro, y la luz es espléndida: ama a tu prójimo, ama a tus semejantes, incluso lleguemos a esto, yo alabo, yo bendigo, yo me siento feliz, inmensamente dichoso de mi Dios y Señor, único.
Yo debo alabar, yo debo reconocer, yo debo gozar en la presencia, la esencia, las virtudes, las buenas obras, de mis semejantes, porque las hacen en Dios, movidos por el Espíritu bueno, el Espíritu Santo de Dios; hoy es muy difícil que nosotros aprendamos o acostumbremos a alabar, reconocer a las personas, porque luego, luego viene el egoísmo, la envidia, y pensamos que nos van a desplazar, o qué ya nada más se van a fijar en ellos y que a nosotros no. Hermanos, agarremos todo el ritmo de Dios, el ritmo de Cristo, el gran amor de Cristo a su Padre se manifestó en un gran amor, solidario, comprometido, a flor de piel, a toda hora para con los seres humanos. “Despreciaban a los demás”, nosotros, ¡no!. Pidamos esta gracia tan grande, porque a los ojos de Dios, esto es muy grave “despreciar a los demás”; nunca más, despreciar a nadie.
Y entonces nos pone la parábola de dos hombres, −todos podemos observar− “sin nombre” −otras veces el evangelio− Simón el fariseo, Mateo el publicano, y así, Simón el pescador; en esta ocasión no aparecen los nombres de ese fariseo, ni de ese publicano; yo pienso que es muy sencillo, porque ese fariseo soy yo, porque ese publicano, qué bueno que fuera yo, estoy invitado a ser, a actuar, a conducirme ante Dios, también ante mis semejantes como este publicano: atrás sus ojos, bajos pecho a tierra, humilde, y llorando su pecado, y reconociendo directo “soy un pecador, ¡compadécete de mí!, basta”; Dios que todo lo sabe, que todo le entiende, más que la verborrea, las palabras, la palabrería, Dios conoce el alma, la intimidad, tu corazón.
Y bueno, queridos hermanos, si es importante que nos asomemos, por ejemplo, a la actitud del primero que es un fariseo, y entonces él, en plan grande en pie, ojos todo hacia arriba, satisfecho, orgulloso, y todo yo, yo; gira su palabra, gira su pensamiento, y sus actitudes en torno a sí mismo, está encerrado en sí, es más yo creo ni a Dios, ni Dios le importa tanto; aquí parece un Dios almacén, un Dios depósito, pues un Dios que, como le debe, debe estar también a su servicio.
