para la Curia Diocesana
Homilía Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo De Texcoco
22 de diciembre de 2017.
“Mi señor, escúchame, yo estuve aquí junto a ti, en este lugar, orando al Señor”.
Queridos hermanos, quién se iba a imaginar que estas palabras tan modestas, dichas por una mujer en el santuario de Silo, iban a tener una trascendencia, iban a tener una proyección salvífica, milenaria en favor de muchos niños, en favor de muchas familias, en favor de muchas comunidades, en favor de la Iglesia, ya no solo del pueblo de Israel sino hasta nuestros días.
Cómo me encantan estas palabras dichas por una mujer que un día, otro día, un año, muchos años fue al santuario de Silo. Qué tendrá el santuario que en ese momento tenía encendida una lamparita; el libro de los jueces nos habla de catástrofes, desordenes, conflictos muy serios en el pueblo de Dios, pero quedó encendida una lámpara, una velita diríamos hoy en el santuario de Silo, y ahí estaba el sacerdote Elí, y entre mucha gente que acudió aparece la esposa de Elcana, tenía dos, Ana y Niná, Niná tenía muchos hijos, Ana era estéril, y entonces ella acudía al santuario de Silo, oraba al Señor, le exponía su amargura de no tener hijos pues era estéril, hasta que un buen día pudo hablar con el sacerdote de Silo, sabemos, Elí.
Cómo me sirve mis queridos hermanos, cómo me ayuda a mí, y les comparto que también a ustedes los que vienen, están, ayudan en el gran santuario, nuestra Catedral de Texcoco para toda esta comunidad, cómo a todos, a todos, a todos, a toda hora nos deben iluminar estas palabras.
Quienes acuden aquí, tienen un sentido muy grande de fe, tienen una necesidad, tienen una pena, tienen una amargura; qué bueno que -bueno voy a hablar de esta manera- de aquí en adelante a todos nos quede claro que esas personas sí, descansan sentándose, arrodillándose, acercándose al altar, al Santísimo, al sagrario, pero no hay como dar el toque de una persona, no hay, nada suple el facilitar un encuentro, ofrecer una palabra, un espacio, una escucha a las personas que lleguen a este lugar; que un día a ustedes, a mí, a todos, alguien, no sé cómo, cuándo, ciertamente en el cielo nos diga: te juro por mi vida, yo soy aquel niño, aquel joven, aquel padre de familia, aquella y mamá, aquel trabajador, aquella viejita que llegué al santuario y pude estar junto a ti, yo estuve junto a ti en este lugar y tú me ayudaste a orar, yo estuve junto a ti.
Estamos hablando de mil cien años antes de Cristo, estamos hablando de la época de los jueces, estamos hablando de tiempos muy convulsos, muy violentos, y desde esa lamparita que había en el santuario de Silo, una lámpara, aún ardía la lámpara del Señor, un santuario modesto, Silo, un sacerdote tal vez indigno porque fue hecho a un lado; con una atención, con un buen trato, con un apoyo, con una escucha que se dio, se desencadenó todo el misterio del Mesías, de ahí vendrá el reino de Israel, de ahí surgirán otra vez los profetas. Samuel, estamos hablando de la mamá de Samuel, fue artífice de reyes, gracias a su madre, gracias al santuario, gracias a la acogida del sacerdote, gracias a lo que sucedió en el santuario tenemos, nada menos que el arranque fuerte hacia el reino del Mesías, la llegada del Mesías, la facilitación de que llegara el Mesías.
En esa época el rey David, que fue ungido precisamente por el hijo de esa mujer; aquí está en juego el camino mesiánico de Israel, el camino, el don mesiánico de Cristo, en Cristo para toda la humanidad, “Mi Señor yo estuve junto a ti. El profeta Isaías al Mesías lo va a llamar Immanuel, con nosotros Dios, es un texto pre mesiánico, es un texto en donde se ve la característica del Mesías.
La gente sufre, la gente se desespera, no tiene a nadie, bueno, viene al santuario en busca de Dios, pero necesita una mirada, una mano, una palabra, un consejo, una escucha y entonces la presencia de Dios se le hace trascendente, viva, actual. “Señor, yo estuve aquí, en este lugar junto a ti, y hoy vengo a ofrecerle al Señor, a consagrarle para siempre a mi hijo para que lo adore, lo sirva por siempre”.
Bueno ya quedo claro queridos hermanos cómo una curia, una casa religiosa, un servicio litúrgico puntual debe ser, debe ofrecer, debe facilitar el encuentro de las personas con Dios, que las va a marcar, como podría marcarlas una mirada airada, displicente, despreciativa, les dolerá al infinito, el doble de lo que puede sucederles en la calle o en las oficinas, o en el trabajo; aquí mis queridos hermanos es muy importante que todos nosotros nos preparemos, estemos en buena forma, estemos disponibles, estemos en apertura, porque al final, aquí, a quien se busca es a Dios, a quién se busca es a Cristo, a quien se necesita sentir muy cerca es al Salvador, Immanuel “Dios con nosotros”.
Desde que llegó Cristo todos los hombres deben sentir en sus discípulos, en sus apóstoles, en sus colaboradores, en sus cercanos deben sentir a Dios, que estuvieron con Dios, que Dios los oyó, que Dios los tocó, que Dios los comprendió, que Dios los ayudó. “Escúchame Señor, te juro por mi vida, yo soy aquella mujer que estuvo junto a ti en este lugar orando al Señor”.
Y enseguida vendrá ese cántico tan bello, que después es el cántico de la Santísima Virgen cuando visita a Isabel. Es el canto final de Cristo, este texto sirvió a Jesús para su última adoración al Padre antes de padecer cantando el famosísimo gran Halel, “y cantados los himnos se fue hacia el monte de los olivos”. La certeza de que cuando en el lugar santo se escucha, se da, se transmite a Dios, él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura y al estéril le da el honor de los hijos.
Todo esto está mis queridos hermanos en el trasfondo de este gran texto de la Sagrada Escritura. Junto con ustedes yo quiero recogerlo, yo quiero asimilarlo, yo quiero encarnarlo, y sé que ustedes también seguirán desarrollando su presencia, su servicio, desde lo más modesto que pueda ser; así sea el trabajo del obispo debe ser cada vez más modesto, más humilde para que un día “yo estuve junto a ti, pude estar junto a ti, y Dios me escucho y Dios me bendijo”. Así sea.