Homilía de Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco
Celebración Eucarística de Nochebuena
24 de diciembre de 2020
Mis queridas hermanas, mis queridos hermanos, que dicha poder celebrar el aniversario del nacimiento de Jesús, porque Él nació en Belén con la finalidad de que los pequeñitos, los olvidados, los alejados, tuvieran acceso a Él; sentirlo nuestro, sentirlo muy cerca, porque son muchas las cosas que nos atormentan, ante todo: nuestros errores, nuestras fallas, nuestros pecados, el fallarle a tantas personas sobre todo tan queridas, entonces vienen los remordimientos; muchas veces no hallamos la forma de salir de esas obscuridades, de esos abismos, de esas tinieblas, y ver que el Hijo de Dios nace cerca de los pequeños, de los pecadores, de los alejados, de los que menos se lo esperaban, pues es un Evangelio, una feliz, muy grande, hermosa noticia.
Mis queridas hermanos, esta noche todos nosotros –y ojalá todos los habitantes de nuestra Diócesis de Texcoco– tengamos un encuentro con Cristo, un encuentro con el Hijo de Dios que es verdaderamente nuestro, que pertenece a nuestra casa, que pertenece a nuestro mundo de necesidades, de angustias, de sufrimientos, de miedos. Que bonitas estas palabras de los ángeles «Les traemos el Evangelio una bonita noticia: “No tengan miedo, ¡hoy les ha nacido en la Ciudad de David, un Salvador!”». Él tenía que venir para que se nos acabaran todas esa miserias humanas espirituales, interiores que vamos padeciendo.
Y así, mis queridos hermanos, viendo su pobreza, su modestia; porque Él nace en el suelo, entre el estiércol, por tierra, y la Santísima Virgen, San José lo levantan para poderlo acomodar un poquito y encuentran el pesebre; y ahí vemos en esa acción simbólica como, mientras a Él se le envuelve en ropajes muy pobres, a los pastores en los campos abiertos, donde tienen sus apriscos y sus rebaños, a los pastores los envuelve una gran luz, los envuelven los coros celestiales, y aparece allá la gloria de Dios. Quiere decir que a partir de Cristo, lo glorioso, lo más feliz, lo más bello, lo más luminoso, está en donde el ser humano vive sus más angustiosas tragedias, fracasos, impotencias; porque Él se despojó de su divinidad y nos compartió su luz, y nos compartió su Gloria.
Queridos hermanos, me invito junto con ustedes, a que nosotros, abriendo el corazón en amor y en ternura a Cristo, nosotros nos dejemos impregnar de la Gloria de Dios; la Gloria de Dios que es ese amor, que es esa delicadeza, que es esa capacidad de ser sencillos, sensibles, humanos; Él vino para enseñarnos a ser humanos, a conducirnos con actitudes, conductas, virtudes humanas. Él se entregó, Él se acercó para enseñarnos a ser hombres, a ser seres humanos, y a no ser crueles, y a no ser bestias, animalitos, sino a ser verdaderamente personas de encuentro, de diálogo, de cariño, de cercanía, de servicio, de desprendimiento, y es allí donde aparece la Gloria de Dios; y ojalá nosotros nos convenzamos que eso es lo más grande que podemos hacer, glorificar a Dios, creerle a Dios en Cristo Jesús, y mientras nosotros más glorifiquemos a Dios más grande y profunda será la paz, mientras Dios esté más cerca de nosotros en Cristo, más auténtica será la paz.
Hemos perdido la paz en México, porque hemos dejado de cantar, de glorificar, de adorar a Dios; nos ha parecido poca cosa Jesús, y entonces se ha hecho una turbulencia interior de egoísmo, de envidias, de ambiciones y de violencias que no podemos contener. Que la Iglesia Católica sea un espacio de adoración, de amor, de proclama convencida de la Gloria de Dios, para que sea constructora de la paz. Glorifiquemos a Dios en nuestras vidas, en nuestro trabajo, en nuestras familias y viviremos en paz gracias a Cristo –decía San Pablo– “Él es nuestra paz”. Así sea.