Queridos hermanos, siendo el momento grande de nuestra diócesis teniendo que vivir en solemnidad este acontecimiento de nuestra peregrinación, del Año Santo de la Misericordia y de la Ordenación Sacerdotal de estos queridos jóvenes, se impone vivir este momento con la mayor sencillez posible.

Venimos a hablar con Dios, todos ustedes, su servidor, necesitábamos hablar con Dios; hablar con Él de una forma muy personal, fuerte, directa, intima. ¡Cómo necesitamos escucharlo!, que nos escuche. ¡Cómo necesitamos tocar, ver a nuestro Divino Salvador! como le tocó a este hombre en Jericó. ¡Cómo necesitábamos a la Santtra diocó﷽ Sre en Jericòuestro Dísima Virgen! ¡Cómo nuestra diócesis circundada, también penetrada por situaciones difíciles, absurdas, injustas, por situaciones estrujantes! Miembros de nuestras comunidades que han sufrido en carne propia lo que sufre la Patria. ¡Cómo necesitábamos este remanso de paz espiritual!

Ciertamente, mis queridos hermanos hemos de valorar el que nuestro Señor nos concede venir a los pies de la Santísima Virgen con nuestros sacerdotes, con nuestros seminaristas, con nuestras religiosas, tantos agentes de pastoral que cada vez multiplican la acción misericordiosa de Dios en medio de nosotros, en los lugares menos imaginables. Catequistas y, de veras, agentes de la Misericordia de Dios que por todo lo largo y ancho de nuestra diócesis se distribuyen para llevar un toque de misericordia, un toque de medicina espiritual humana a nuestros hermanos que sufren.

 

Hoy nuestro Señor nos regala tres sacerdotes. Estoy pensando en sus familias, estoy pensando en sus papás, en sus maestros, en tantas personas que los han mirado con mucho cariño, con respeto, que les han facilitado su crecimiento humano y espiritual, y quiero agradecérselos. Estoy pensando en sus formadores, en nuestros seminarios de Tulantongo, de Cristo Rey, que pusieron su granito de diamante para que ustedes pudieran seguir adelante. Y estoy pensando en los bienhechores, ¡cuántas personas desde las parroquias piensan, ofrecen su cariño al Seminario de muchas maneras, en los eventos y también en las colectas.

 

Queridos jóvenes, Francisco Javier, Alejandro, Alberto, entran a un presbiterio misericordioso, son fruto también de ello. Entran a un presbiterio que cada vez se quiere unir, se quiere purificar, se quiere santificar y se quiere presentar como una ofrenda viva, agradable a Dios. Bendíganlo, entren con mucha paz, con mucha nobleza, con mucha generosidad, así los necesitamos, y así también, ustedes lo irán aprendiendo todavía más, todavía mejor con sus hermanos sacerdotes.

 

Para recoger los textos de la Sagrada Escritura para el día de hoy, para ustedes mis queridos hermanos que pronto serán neosacerdotes, me pongo bajo esa llamada, estoy seguro que junto con ustedes, del libro del Apocalipsis: “No pierdas el amor primero, no pierdas la delicadeza, la frescura; no pierdas la inocencia del Mesías, el gozo tan sencillo de ser iglesia. No te compliques la vida, no te metas en situaciones rebuscadas, conflictivas, problemáticas. Tú regresa a lo fundamental que es el amor, que es la humildad, que es la sencillez.

 

Junto con ustedes, pues, mis queridos hermanos, quiero pedirle a la santísima Virgen que de nosotros nunca se aparte su dulzura, que de nosotros nunca se aparte su ternura, hoy la pido para todos, para todos mis hermanos sacerdotes y para estos que están siendo los nuevos presbíteros de la Iglesia.

 

En lo que se refiere al Santo Evangelio, como pasa tantas veces este texto a primera vista a mí me pareció como inoportuno para nuestra peregrinación festiva, para nuestra ordenación gozosa. Me pareció inoportuno en un acontecimiento de esta naturaleza. Se me figuraba que el misticismo de lo que es: “Tú eres sacerdote para siempre”, podría perderse, pero nuestro Señor, junto con toda la Iglesia, este es el texto que nos regala; y entonces decimos, ¿por qué un ciego? ¿por qué nos presenta casi como protagonista, después de nuestro Divino Salvador a un ciego?… Qué oportuno esto mis queridos hermanos. Un ciego, por que hay muchas cosas que no vemos, hay muchas cosas que no entendemos, hay bruma, hay niebla, a veces en nuestros conceptos, a veces en nuestro trabajo, a veces en nuestro corazón hay muchas cosas que no entendemos, que no hemos podido entender y mirar con claridad como Iglesia. Hay muchas cosas que nos hacen como nebuloso el camino, como si tuviéramos lagañitas en los ojos, ¿porqué un ciego?, humildemente lo confieso: porque nos falta mucha luz, nos falta la luz de la inocencia, la luz de la armonía, de la comunión, nos falta la luz de la generosidad, todavía nos falta mucha generosidad, empezando por este que habla.

 

Muchos rayos de luz en la humanidad, en nuestra Patria resplandeciente se están apagando. Mucha chispa se nos ha ido, nos falta mucha luz, qué bueno que estamos en la casa de la luz, la Santísima Virgen toda ella es luz, inspiración. Para lo que se refiere a Dios, para lo que se refiere al misterio de la redención, para lo que se refiere a lo que debe ser la vida del pueblo.

Madre santísima regálanos tu luz, regálanos esa luz eterna, regálanos esa luz histórica, esa luz hermosa que se llama Jesucristo, tu Hijo; que volvamos a tener reflejos, que volvamos a tener un rostro que brille para gloria de Dios y para tranquilidad, para seguridad de nuestro pueblo, que volvamos a tener chispa en nuestra palabra, en nuestras relaciones humanas, que sean constructivas, positivas, que nuestra voz no se quede enronquecida, desafinada, que a la Iglesia no le quitemos la chispa hermosísima del Evangelio, del anuncio, de la enseñanza, desde la Catequesis, desde las familias, desde las parroquias, que nosotros volvamos a tener un México, una Diócesis de mil resplandores como los que tú llevas a tus espaldas. Ese sol que te ha sostenido, Jesucristo nuestro Divino Señor.

 

Un ciego, porque nosotros hoy casi lo que vemos son puras sombras, tropiezos. Este ciego de Jericó ha sido providencial para nosotros, de no tener nada ni la luz de los ojos, ni los recursos que necesitaba -tenía que pedir limosna- ni la facilidad de tránsito tuvo la dicha de gritarle a Jesús, clamar a Jesús y fue escuchado.

 

Y, bueno, mis queridos hermanos, ¡ay! cómo quisiera que el Obispo, los sacerdotes aprendamos a hacer lo que hizo Jesús, que lo llenó de luz, lo escuchó, se detuvo y le cambió la vida.

 

Hermanos, nuevos sacerdotes como Cristo, ustedes aprendan a detenerse, aprendan a escuchar, aprendan a dialogar cada vez mejor con el pueblo, no le oscurezcan el camino a nadie, no dejen tirado a nadie, tengan el valor de tener una percepción, una intuición tan firme como al de Cristo que a pesar de que la gente lo ayudaba para que no se tuviera que detener, él se detuvo, él escuchó.

 

Ustedes nunca sofoquen el clamor de nadie y sé que no van a pasar de largo, sino que se van a detener, sé que nunca serán sordos a los gritos, al dolor, al sufrimiento de nuestro pueblo. Nunca dejen fuera a nadie, nunca permitan que nuestros hermanos queden al margen fuera del camino y denles lo que tienen, hagan lo que puedan, sean luz en el espíritu, en la intensidad misma del amor de Cristo. Así sea.