Homilía de Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco, pronunciada durante la Eucaristía por la 61° Peregrinación Anual de la Diócesis de Texcoco a la Insigne y Nacional Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en la Ciudad de México.

Sábado 14 de noviembre de 2020.

“¡Alégrate María!” “¡Alégrate llena de gracias!” “El Señor está contigo” “Bendita tú, entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre”. Así hemos proclamado desde el corazón la antífona de entrada del texto eucológico, el día de hoy en que realizamos nuestra peregrinación a la Basílica de Nuestra Señora.

En lo que se refiere al texto de la tercera carta del apóstol san Juan, quiero simplemente tomar esta expresión: “Haces muy bien en ayudar de una manera agradable a Dios a los necesitados…” Cómo hemos de pedirle a nuestra Señora que en la Diócesis de Texcoco las acciones significativas sean cada vez más un estilo de vida, ayudar con gusto, de una manera agradable a quienes lo necesitan, pues ellos se han puesto en el nombre de Cristo; y suplicar también que todo movimiento, que todo desplazamiento en nuestra diócesis sea camino en Cristo, y que todos pues, al sentir ese clima, nos involucremos en la ayuda de todos nuestros hermanos para que seamos colaboradores en la difusión del amor y de la verdad.

Salmo 111: “Tener en la mirada”, por lo general se ha traducido en “temer al Señor”; el texto hebreo arranca del verbo mirar. Contempla, mira siempre al Señor y amarás de corazón. Hemos venido a pedirle a la Santísima Virgen que nadie nos arranque la fe, el privilegio de ser creyentes para poder amar de corazón. Así, nuestro Señor bendecirá a toda nuestra gran comunidad, tendremos una casa, incluso una casa, casas, en donde se sienta el bienestar, porque hoy es muy difícil mantener la armonía en los hogares, en las relaciones interpersonales. Que esta fe y este amor de corazón alcancen para nuestra diócesis un lugar de armonía verdadera, conforme a la justicia, conforme al estilo del Señor que es clemente y compasivo.

El Santo Evangelio, mis queridos hermanos. Un juez, tal vez hasta perverso, y una viuda. Una imagen, que por desgracia, desde que entró el pecado en el mundo, se sigue reproduciendo. Que en nuestra Iglesia diocesana de Texcoco, se haga justicia, se camine, como nos lo ha dicho el Texto Sagrado, en el amor, en la comunión y participación, en el servicio, y en la oferta segura de lo que es la equidad y la justicia.

Permítanme regresar a las primeras del Texto Sagrado: “Alégrate llena de gracias, el Señor está contigo”. Así te hemos saludado Señora y Madre nuestra, y junto con mis queridos hermanos sacerdotes, con todo tu Pueblo, te suplicamos. Tú también salúdanos, Santa Madre de Dios. Saluda a tu Pueblo nuevamente, con la suavidad y finura de tu voz, de tu rostro, de tu suave corazón. Salúdanos Señora, Madre, cómo necesitamos tu salud, tu saludable protección. Ya son muchos los días, semanas y meses en que nos atosiga y nos acosa la enfermedad. Tenemos, hemos tenidos muchos enfermos, muchos males. Hay incertidumbre y lágrimas, a lo largo y ancho del país, de México, de Texcoco. Hay mucha incertidumbre en los corazones, en nuestras familias, en muchos hogares. Nuestro Presbiterio no ha quedado exento de ese enorme dolor. Por eso Madre, salúdanos, acaricianos, consuela, apapacha a nuestro Pueblo, danos tu gracia.

Hemos escuchado el saludo del Ángel, al abrir la Sagrada Eucaristía. Tú tienes la salud y la gracia en abundancia, eres la “requeteagradable”, la “requetellena de gracia y de poder, la “requetédichosa” entre todas las mujeres. Tú eres y serás siempre la mujer más agradable que ha existido; y así te ve, y así te ama, todo México, como la mujer más bella y exitosa. La que tiene poder de hacer también agradable a nuestra vida, nuestros días. Que sigas haciendo agradable nuestra voz, simpática nuestra convivencia, con ese humor mexicano tan exquisito. Que sigas haciendo agradables nuestros cantos. Porque ha habido mucho sufrimiento Madre. Las angustias parecen alargarse y no sabemos hasta cuándo. En esta hora de la Historia, nuestra Diócesis, nuestra Patria, todos a una, queremos ser Juan Diego, tu hijito el más pequeño, el consentido, el privilegiado, así haznos sentir a todos, absolutamente a todos, precisamente aquí en tu “santa montaña” te mostraste llena de amor y de ternura, como le hablaste a nuestro querido Santo, san Juan Diego, háblanos también a nosotros, sonríenos, cántanos, espíanos, atájanos, detén nuestro camino, recuerda tus palabra, repítenos tu mensaje, actualiza tu promesa, regálanos tus flores, graba tu retrato, déjanos tu imagen.

Aquí en México, en nuestra diócesis, en este momento no hay un solo instante en que no se hable de pandemia, de dolor, de enfermedad, y así es Madre Santa… Casi nos sentimos asfixiados de esa plaga absurda que a nadie nos respeta. Sabemos que también a ti te ha entristecido, pero tu tristeza es salvación, porque inmediatamente tú la transformas en mirada poderosa, tú nos miras con los ojos del cariño, y nos hablas con la palabra de verdad y de salvación. Ya te escuchamos Madre, que nos estás diciendo: “¿No estoy yo aquí que soy su Madre?” “¿No están acaso entre mis brazos? Sí Madre, ¡abrázanos!, retira esa horrible ley de que no nos podemos saludar, de que no nos podemos abrazar. Uno de mis últimos dolores y muy grande, fue no poder abrazar a mis sacerdotes enfermos, a mis sacerdotes que murieron. En momentos sentí no poder resistir a esa amargura, no poderlos abrazar. Madre, así es nuestro dolor, pero tal vez la pandemia que más nos está dañando es la de la pérdida de fe, y por lo tanto, el dolor de sentir, de constatar, que nuestro amor, que nuestra capacidad de amar, nuestro amor, camina herido. Estamos heridos por el egoísmo, nos quiere herir mortalmente el individualismo, la irresponsabilidad, el descuido de todo lo sagrado. El árbol de la vida se está secando. El árbol del amor está profundamente herido, la fidelidad se acaba, la ternura la miramos lejos. 

Nos ha herido la pandemia del relativismo, de la ambición, del consumismo, de la envidia, de la violencia. México se baña en sangre, con esa plaga de violencia y de crueldad tan implacables.  Cúbrenos con tu manto Señora, con su Sagrado Manto verde-azul, con tu rosada túnica que recogiste del color de las montañas, ciertamente de la montaña de Tepeyac. Vuelve a ofrecernos tu canto y tu armonía, tu ternura y tu caricia, tu propia mano. Esa dulce mano con que tú levantaste a aquel anciano enfermo, a nuestro Juan Bernardino; y como así te despediste curando al que yacía postrado, ayúdanos a regresar en tu Nombre y con tu Espíritu, regresar a nuestros hogares, llevando ¡Oh, Señora!, tu misma, saludable, eterna e inolvidable sonrisa poderosa. Amén.