Homilía de Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco

Jueves Santo – Misa Crismal

14 de abril de 2022

“Ustedes son sacerdotes para el Señor”. Mis queridas, mis queridos hermanos sacerdotes, que alegría celebrar y en esta ocasión ya precisamente, en Jueves Santo, el gran misterio del amor perfecto, completo, profundo de Jesús. Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amo hasta el final, y nos dejó el encargo ‒qué es lo que estamos haciendo‒ de amarnos recíprocamente como Él nos ha amado, o sea hasta el final; y terminar cumpliendo su palabra como Él, de haber venido a servir «Yo estoy en medio de ustedes cómo el qué sirve» y de verdad hoy lo contemplamos a los pies de sus discípulos.

Yo quisiera resaltar para gloria de Jesús, y para felicidad de los presbíteros y de la iglesia, que Jesús se despojó y se arrodillo frente a cada uno de sus sacerdotes, a cada uno le fue tocando, le fue lavando sus pies, liberándolos, pues de las imperfecciones, de los malos olores, de lo desagradable que tenemos, como dice que estaban en el mundo, estaban en un mundo de polvo, de calor, de sudor, y a cada uno le fue quitando eso desagradable que muchas veces comienzan en los pies, y desgraciadamente termina en el corazón, o en la mente; «ustedes están limpios» termina diciendo. Y bueno como Pedro  ‒pues no, yo no‒  «¡Sí! están limpios por la palabra que yo les he dado». Y ustedes mis queridos hermanos sacerdotes, día con día recogen y proclaman la palabra purificadora de Jesús, que nos lava de tantos pecados y de tantas realidades desagradables.

Quisiera también citar el día de hoy al Salmo 80, por qué cuando hacíamos la oración de la mañana se abría, se abrían los textos sagrados con este Salmo 80; «“Pastor de Israel, escúchanos, guíanos”, como guiabas a José y como un rebaño, aunque te sientas sobre querubines ¡Ven! resplandece ante Efraín, Benjamín y Manasés, las tribus más pequeñitas  ‒no lo de Judá, o la de Leví, o la de Rubén‒ ¡no! Efraín, Benjamín y Manasés». Me emocionó entrar en el contacto con Nuestro Señor, sin duda junto con ustedes, en el lugar donde se encontraban haciendo las laudes, y diciéndole: ¡Señor! también acá hoy, ¡Ven! Pastor, y condúcenos, conduce nuestra Iglesia Texcocana, conduce nuestro presbiterio como un rebaño, y resplandece, ilumínanos en todo, porque hay muchas cosas que no vemos, siempre nos acosan las tinieblas, la oscuridad, tú resplandece, ¡despierta tu poder y ven a salvarnos!, que brille tu rostro y nos salve.

Hermanos míos muy queridos, bueno en primer lugar yo quisiera decir, el rostro del Obispo, su servidor, gracias a ustedes aquí ha encontrado el resplandor de Cristo, el resplandor de Dios; quiero agradecerles que ustedes en su sencillez y amistad, su oración, han hecho brillar en el corazón del Obispo el rostro de Dios; y por eso antes de que ustedes  ‒como nos lo pide la Iglesia‒  hagan su Renovación de Promesas, quiero yo renovar mi cariño, mi gratitud, mi gozo de estar con ustedes, y de caminar y acompañarlos; el tramo de mi vida es ya muy corto entre ustedes, y por eso quiero decir humildísima y solemnemente, en este tramo tan pequeño, quiero darles el vino mejor, ¡ayúdenme! yo también trataré de ayudarlos con mi respeto, con mi humilde amor, a que también ustedes, en dónde anden, brillen y den el vino mejor, que es el de Cristo, que es el que hace la revelación y el gozo mesiánico ‹Manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos›.

Qué bonito regalo pues recibíamos en Jueves Santo nosotros los sacerdotes, al pedirle al Señor que a nosotros no nos deje nunca ser tenebrosos, que a nosotros no nos permita ensombrecer la vida de las familias, de las comunidades, sobre todo, ‒como han dicho los textos ya de la eucaristía‒  de los que sufren, de los que están en las mazmorras del alma, en las prisiones del corazón, que allá llevemos el resplandor precioso de la compasión, de la delicadeza, del servicio de Cristo; que como lo vemos hoy, se arrodilla para elevarnos, se arrodilla para sostenernos, y pues en una forma muy dichosa, muy feliz muy agradable, así debe ser la Iglesia, el discipulado, el trabajo de todos nosotros.

Bien sabemos nosotros que Jesús está coronado de gloria, majestad, honor, dignidad, es un gran Dios, es un gran Rey; y lo primero que hace es atender, preocuparse del necesitado, del que sufre adversidades y cargas muy profundas en la vida. ‹Señor, ya no nos apartar hemos de ti,  ‒sigue diciendo el salmista‒  ¡levántate Señor! que sintamos que Tú caminas y das el ritmo de nuestra marcha, tu rostro sobre nosotros, y estaremos muy bien; nútrenos con flor de harina, con tu trigo mejor, quita nuestras hambres  ‒y precisamente dice el Salmista que Él respondió‒  “¡Sí! yo te voy a quitar la sed con la roca, y te daré la miel de la roca; esa roca que ha sido tu defensa, tu refugio, tu frescura, tu perfume, tu alegría, tu paz, tu salvación”›.

Precisamente estamos en el altar de Cristo, que ustedes también como ayudaron, aceptaron, a que estuviera representado en esta roca, que pertenece a nuestra tierra, que nos fue regalada, como algo verdaderamente especial, su nombre es andesita, es la piedra de la Cordillera de los Andes, diríamos como esas tierras que sostienen la tierra, esas cordilleras que están en el sur, en la cruz del sur, y que pues, preside nuestra vida; y hoy nosotros recordamos y hacemos presentes aquí las palabras del Apóstol, “Y la roca, era Cristo”. Señor Jesús, pues como tu familia, como tus discípulos, estamos aquí, lávanos los pies, purifícanos y enséñanos a, pues yo creo a caminar de rodillas ante tu pueblo, para purificarlo con tu santidad, con tu pureza, con tu deliciosa santidad. Así sea.