Homilía de Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco

II Domingo de Cuaresma

 

28 de febrero de 2021

 

“Este es el Hijo mío, el amado, ¡Escúchenlo!” Mis queridas hermanas, mis queridos hermanos, qué delicia ver el día de hoy, que Dios tiene sus testigos cualificados pero a un nivel modesto; hoy vamos a decirlo, Moisés y Elías, y Cristo tiene también sus discípulos, sus testigos cualificados: Pedro Santiago y Juan, y esos testigos de Dios, y esos testigos de Cristo, al final, envueltos en la gloria de Dios.

Cómo me gustaría insistirles a ustedes, e involucrarme yo mismo en esta certeza: escuchar a Dios, transmitir la Palabra de Dios, ser testigos de Dios, es la experiencia más gloriosa que podemos tener; y lo digo así porque, lo habitual en nuestra experiencia humana, es que nuestro ser, nuestro cuerpo se desploma, se enferma, hasta parece que se nos humilla en una forma muy dolorosa, pero que no se nos olvide: pertenecemos a un sistema de vida, a un llamado, a un depósito; no solo es ya promesa sino que ya es una realidad que se llama lo que dice hoy el Apóstol San Pablo “pertenecer estrechamente a Dios”. A un Dios que nos lo ha dado todo junto con su Hijo, y por lo tanto, ¿quién podrá destruirnos?

 

Pues mis queridos hermanos, hemos de dar gracias a Dios por qué, la iglesia hoy, toda la humanidad de hecho, como necesitaba esta Palabra, esta experiencia ─yo mismo me incluyo allí─  como tenía ganas de recibir este Evangelio dentro de la Iglesia, dentro de la comunidad pero en una forma solemne como sucede en la Sagrada Eucaristía. Hemos tomado como centro el capítulo 9 del Evangelio de San Marcos, y bueno nos quitaron los dos primeros versículos pero, hay  uno que dice que Jesús comentó «Aquí hay algunos, que no morirán hasta que vean que el reino de Dios llega con gloria y poder». Esos mis queridos hermanos, que en su momento fueron Pedro, Santiago y Juan, pero esto se refiere siempre a los discípulos que caminan con Jesús a lo largo de la historia; en algún momento quiero decirles a ustedes “No morirán sin palpar y vivir – desde lo más profundo de su ser – la gloria de Cristo, la gloria de Dios”.

 

Dice el texto que entonces, Él los tomó para llevarlos a un monte muy alto, y que ahí se transfiguró en presencia de ellos; esto es tan bello en cuanto que, los discípulos de Jesús cuando repasen, cuando recuerden, cuando disfruten, saboreen y quieran transmitir la experiencia de su amor a Cristo, verán como  no solo ellos, sino también aquellos a quienes se les comparte el Misterio de Dios, son transformados por esta Palabra, son transformados por este don precioso de la creación profunda que se da en la predicación.

 

Pues queridos hermanos, sigamos disfrutando lo del Evangelio de hoy; y nos podemos preguntar ¿Por qué Moisés y Elías? Son de los grandes hombres que encontraron a Dios en la montaña, digo, lo mismo pasa con Pedro, Santiago y Juan. Y tuvieron en esa montaña, en el Sinaí, una gran experiencia de la gloria de Dios, ahí recibieron enseñanzas inmortales, por decir: los diez mandamientos – Moisés, y la certeza de que Dios no es terremoto, no es incendio, no es violencia, sino suave brisa; este será un mensaje profundo del profeta Elías, que era tan arrebatado, tan violento a lo largo de todo su ministerio, pero que al final se dio cuenta, que Dios transita con una suavidad impresionante, como la de la brisa, que es deliciosisima, refrescante y pacificadora; por eso Moisés y Elías.

 

Los judíos esperaban que Elías fuera el mensajero definitivo de Dios –así lo esperaban– como el mensajero último acreditado de los designios de Dios, y por tanto, pues el portador de la Palabra en su más alta calidad. Bien mis queridos hermanos, pero otro de los aspectos que nosotros podemos hoy, seguir teniendo muy presente, Jesús no está solo, Jesús no es un personaje, Jesús está profundamente cimentado, apoyado, acreditado por Dios, y Dios como su Padre, con una experiencia intima, y tan feliz, que habiendo engendrado –el Padre engendra a su Hijo, a Cristo–  Cristo no lo defraudo, Cristo le correspondió, en una forma admirable, Jesús le ha respondido a Dios satisfactoriamente, al punto de que Dios lo presume, se siente feliz, quiere que se le conozca, quiere que se le escuche, quiere que se le imite, quiere que se  confíe en Él; que se ponga todo lo que es, nuestro ser en su propio valor, en las manos de Jesús, que Jesús está acreditado, que Jesús no va a defraudar.

 

Pensemos nosotros en esto queridos hermanos, “Jesús no defraudó a Dios jamás, Jesús no se salió de los caminos, de las rutas de Dios”; y Dios está feliz, y Dios se siente seguro, orgulloso de Él. Bueno yo rápido quiero decir, y después Jesús expresará lo mismo a cerca de sus discípulos, “El que a vosotros escucha, a mí me escucha”, y “Vayan por todo el mundo, predique el Evangelio” a todos, a toda creatura, a todos los hombres, cualquiera que los escuché predicando el Evangelio, anunciando el misterio del Reino de Dios, enseñándoles lo que yo les enseñé, les llegara la gloria de Dios, la salvación.

 

Pues entonces mis queridos, hermanos démosle gracias nosotros a Dios Nuestro Padre, por qué en adelante, si nuestra devoción, si nuestra lealtad a Jesús, al Padre, sigue creciendo, llegará un momento en que podamos decir con el Apóstol San Juan “hemos visto su gloria”. ¡Gloria! como la de Dios, como la de un Hijo único de Dios, en esplendor de gracia, muy agradable, y con mucha autenticidad. Así sea.