Homilía de Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco

VI Domingo de Tiempo Ordinario

 

14 de febrero

 

“Vivirá solo, fueran del campamento”. Mis queridas hermanas, mis queridos hermanos, qué delicia contemplar desde Jesús la revelación y la historia del pueblo de Israel; el Libro del Levítico ordena que un leproso, qué un hombre con un aspecto desagradable se salga del campamento, de la comunidad, que viva solo. Habiendo dicho Dios y, este es el primer mandamiento de Dios y se nos olvida «no quiero que el hombre esté solo, me duele, es peligroso que esté solo, que no vivas solo, que no ande sólo».

 

Y vemos como la historia va maltratando al ser humano, por decirlo, con el pecado, es el maltrato más doloroso que sucede en los seres humanos, todo pecado hiere, hace mucho daño, nos separa, pone incluso abismos. Cuántas veces oímos “todo te perdono menos esto”, “esto yo no lo paso”, “lo podré pues perdonar,  pero no lo olvidaré”, etc. Bueno, hoy estoy resaltando esto mis queridos hermanos, porque al final de la proclamación de la Palabra, en el  punto más bello que es el Evangelio, el último renglón refiriéndose a Jesús dice: “y después se quedó fuera”, y andaba sólo, andaba en lugares solitarios.

 

La maravilla de la Encarnación ¡Jesús!, que viene a ocupar nuestro lugar, esos lugares tan despreciables, tan peligrosos que vivimos, que nos hacemos, ¡Él! quiso ocuparlos, para que al final en el recorrido de su historia de salvación, comprobemos que Él se identificó, se ubicó en todos los lugares, incluso los abismales, los más peligrosos por los que ha pasado el ser humano. Y así y queridos hermanos, hoy toda la Iglesia se asoma a esta realidad tan frecuente, la lepra, bueno, la lepra hoy, en pocas palabras significa lo frágil, lo trágico, lo desagradable, que en ocasiones experimenta cada ser humano. Todos llevamos una condición vulnerable, todos en un momento dado tenemos, vivimos algo penoso, desagradable, que nos acompleja, que nos separa; nosotros mismos nos achicamos, o mucha gente nos señala y ya no nos quiere en el campamento, en la comunidad porque llevamos algo vergonzoso.

 

Esta es queridos hermanos, la belleza de esta obra de Dios, que se llama Jesucristo. Cómo a Jesucristo le duele, como Jesucristo va enfrentando todo aquello que nos ha hecho mucho daño, por eso se hizo hombre, por eso se encarnó, para valorar cada partecita, cada célula, área, de nuestro cuerpo. Hoy por ejemplo nos podemos fijar, como en un orden de estructura del cuerpo humano, en los huesos, nosotros tenemos en la médula: los nervios, los cartílagos, los músculos y la piel

 

Con este, qué es el más frágil de esos componentes, en esa área que se descomponga, todo el ser, toda la persona, queda paralizada, descalificada dolorosamente, herida; de ahí la importancia que dio Cristo a nuestro cuerpo; desde muchos ángulos podríamos estudiar, bueno por ejemplo, en primer lugar, como Él utilizó su cuerpo, hay que decirlo muchas veces, la mirada de Jesús, hoy el texto dice que es, llena de compasión, se compadeció de este hombre, sus oídos y lo escuchó.

 

“¡Jesús, si tú quieres, puedes curarme!”.  y Jesús lo escuchó, y Jesús le respondió ¡sí quiero!; sin duda lo tocaría con sus manos, sin duda se le acercó; así se usa el cuerpo humano, para hacer comunión, para hacer servicio a los demás, Él así usó su cuerpo; y luego, le interesaba tanto el cuerpo del hombre, que le dolía ver a los ciegos, y tocaba sus ojos, y tocaba sus oídos para que pudieran escuchar, y hasta los labios, y la lengua para que pudieran hablar y comunicarse, al final, bendecir con sus propios labios a Dios, y las manitas y los pies, cuántos paralíticos no recibieron la sanación de parte de Jesús; y los que estaban enfermos por dentro ˗qué se yo˗  fiebre y de tos, como la suegra de Pedro, hasta por dentro, que por dentro el cuerpo humano no se esté consumiendo, muriendo; los que tenían su mente trastornada, de muchos modos se les pudo llamar: endemoniados lunáticos, los que tenían su corazón duro, su corazón lleno de odio, de ira, de avaricia, Jesús los iba curando con su propia pobreza, con su desprendimiento, con su confianza en el Padre.

 

Hoy pues mis queridos hermanos, nosotros vemos como en verdad Jesucristo, ha venido a traer el gran soporte de nuestro, cuerpo el valor que tiene para Dios todo nuestro ser, eso explica la resurrección de los muertos; el día que resucitemos, Dios admirablemente con un poder inimaginablemente grande reconstruirá hasta la última partícula de tu ser para llenarlo de luz para llenarlo de hermosura, y así, ya no tener miedo, ya no achicarnos, acobardarnos o separarnos, ni de Dios, ni de la comunión de los santos.

 

Pues queridos hermanos, el Mesías, Cristo, preside la vida de la Iglesia, hagamos que presida nuestro ser: cuerpo, alma, mente, corazón; hagamos que Cristo nos acerque el poder amoroso de Dios. Muchas veces tal vez no se vea que físicamente así sucede, pero ya se da, a través de su amor qué es eterno, qué es infinito, y que en un momento nos hará justicia, una justicia total para así tenernos entre los hijos gloriosos de Dios; por eso vemos qué importante es que la Sagrada escritura en muchos momentos, aunque preveía que el hijo de Dios, El Mesías, iba a ser herido, golpeado, por ejemplo garantizó, “no le quebrarán ni un solo hueso”, o también mis queridos hermanos, “no conocerá su piel la corrupción”; como por ejemplo este leproso, su piel se iba corrompiendo, y lo iba matando, desde ahí iba muriendo. El Mesías no conocerá la corrupción, y con él los suyos, los que hayan creído, y se hayan acercado a recibir su propio ser, su propio destino.

 

David habiendo derramado tanta sangre por las guerras, por los criterios de aquella época, hubo una ocasión que le pidió a Dios: “líbrame de la sangre”, y David murió en paz en su lecho, respetado, tranquilo, el Señor lo quiso escuchar de esa manera. Con esto repito, integrémonos a Dios, renovemos nuestra fe, nuestra confianza, nuestro gusto por estar con Dios, por hablar con Dios, por escucharlo, por presentarle lo que es nuestra vida ─por ejemplo aunque uno sea persona mayor─ el salmista dice: “En la vejez y en las canas, no me abandones, mitiga los dolores de tu enfermedad.

 

Todo esto mis queridos hermanos, para que nosotros volvamos a tener el gozo de ser creaturas, el gozo infinito de ser hijos, la alegría de ser personas, la certeza de que vale la pena estar en familia, en comunidad, ya Jesús va a ir ocupando, va Jesús, a ir sanando nuestros espacios, nuestras experiencias amargas, para transformarlas en vida divina. Que eso pase en el alma, en el interior de todos nosotros al participar de esta Sagrada Eucaristía, que esto nos lleve a vencer el miedo que hoy se vive social, culturalmente, que nosotros no vayamos a pesar del miedo a la desesperación, o del miedo a la comodidad, sino que sigamos siendo como Jesús, decididos, defensores del hermano y del bienestar de los demás. Así sea.