Por Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco

“¡Señor, Hijo de David! ten compasión de mí”

Mis queridas hermanas este grito estrujante, dramático de la mamá, de aquella señora cananea, sigue siendo el mismo el día de hoy; tantas madres, tantos papás, tantos amigos, tantas personas, le gritan a Cristo, le gritan a Dios “¡ten compasión de mí!”. Se trata de un sufrimiento personal muy profundo ‒pero yo diría‒ sobre todo de un sufrimiento dramático, doloroso de nuestros seres queridos; en este caso por ejemplo, de nuestra Patria, de nuestras parroquias, de nuestras colonias, de nuestros barrios. Cuánta gente quisiera gritar, cuánta gente quisiera tener a  alguien que la escuchara, porque les atormenta, “¡mi hija está atormentada!”; esta realidad sigue siendo cierta, histórica, concreta, actual; personas atormentadas por la violencia, por la ignorancia, por la pobreza, por las desilusiones ‒incluso dentro de su familia‒ por los desencuentros entre las personas que uno esperaba que le iban a ayudar, hay un dolor inmenso ocasionado por el pecado del mundo.

Y qué bueno que hoy el Evangelio a nosotros nos integra a esa misión de Cristo, a todo mundo le ha parecido pues dura la respuesta del Señor ‹¡No! yo no he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel› pues sí, Nuestro Señor como siempre, una persona auténtica, una persona limpia, pero llena de luz, ¿que estaba diciendo Cristo?: ‹Yo voy a atender a las ovejas sufrientes de Israel, pero yo voy a tener trabajadores, ¡pídanle al Padre que nos envié trabajadores! porque es mucho el trabajo, la mies es grande›. Yo voy a tener trabajadores, colaboradores, discípulos, misioneros, evangelizadores, catequistas, que vayan por todo el mundo, no a una ciudad ‒como decía San Juan Crisóstomo‒ ni a dos, ni a diez, ni a veinte, ¡No! a todo el mundo.

Cristo y los Profetas fueron enviados a una situación histórica inmediata, todos los Profetas iban enviados a la Casa de Israel, a la Casa de Judá; pero a partir de Jesús, los apóstoles tienen el ancho mundo, ‘ustedes son la sal de la tierra, toda la tierra; ustedes son la luz del mundo, todo el mundo; Yo voy a tener personas que los escuchen en mi nombre; Yo voy a tener discípulos que se detengan y que los escuchen y que hagan oración por ustedes y que les impongan las manos, no les van a tener asco, los van a tocar, los van a acariciar en nombre de Dios′; y mientras un discípulo todo esto lo haga en nombre de Dios, llega a la salud, llega la paz, llega la acción de Dios.

Queridos hermanos, recojamos este mensaje tan bello del Evangelio, y también de la Palabra Divina; vean como ya el Profeta había verdaderamente avisorado todo esto, a nosotros en nombre de Dios nos dice: cuiden los derechos de los demás, sean justos, sean honestos, no abusen; y también a esto se añade: que ustedes contagien, y que traigan con alegría a mi casa de oración a todos los pueblos, y allí ‒como hoy nuestro Salmo 66 lo dice tan bellamente‒ “Que te alaben Señor todos los pueblos”. Del Santo Evangelio también todavía brota la queja, el dolor, la súplica lacerante del mundo, de los seres humanos; y vean, cuando nosotros cumplamos la misión, cuando nosotros vayamos a llevar a Cristo: “Que te alaben Señor todos los pueblos”.

Bueno ya que está aquí nuestro Decanato Texcoco, y enseguida estaremos con nuestras catequistas, como quisiéramos junto con ellos tomar conciencia y crear el espacio de la alabanza, de la oración, de la enseñanza, de la medicina, de la acción medicinal de Cristo: “Que te alaben Señor todos los pueblos”, que ya no te griten, que ya no estén desgarrados del alma; que te alaben, que te celebren, que te canten, que te aplaudan ‘pueblos todos ¡apláudanle al Padre Dios! porque Él es el Dios, Él único, Él grande por sobre todos los Dioses′. Transformar la historia humana en una sonrisa, en una acción de gracias, en una gratitud llena de paz; por eso los cristianos nunca seamos personas agresivas, duras, inconscientes; nosotros los cristianos tenemos que transformar, escuchar ese dolor, en satisfacción, en alegría, en esperanza, en acción de gracias. Amén.