Por Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco

“El Espíritu del señor está sobre mí, y me ha enviado a los pobres, a los de corazón quebrantado, a los cautivos, a los prisioneros; año de gracia del Señor”.

Pues mis queridos hermanos sacerdotes, como cada año la Iglesia pone todos sus ojos, su corazón, su alma, su ser en Jesucristo, nuestro Divino Sacerdote, y gracias a Él nosotros entramos en comunión con el Padre por obra del Espíritu Santo, y disfrutamos el misterio de la salvación.

En los últimos tiempos me ha impresionado grandemente, descubrir como la Sagrada Escritura siempre que habla de Dios nuestro Padre, lo muestra ¡sí!, en su trono sagrado, en la majestad inimaginablemente alta de su grandeza y poder, pero inmediatamente los textos sagrados nos aseguran que el Padre Celestial, majestuoso creador, omnipotente, se abaja, mira, convive, con su criatura preferida, el hombre; y casi siempre lo encuentra en el polvo, en el muladar, en la cárcel, en el lecho de enfermo, entre cadenas, angustias, rechazo, necesidades, sufrimientos, ignorancia, pecado, muerte; y Él, se solidariza, se compromete a ayudar, a bendecir, a ese ser humano; y no sé asquea, no se retira, no se avergüenza, incluso se enciende su corazón cuando alguien le maltrata, cuando alguien comete injusticia contra ese ser humano, ignorante, debilitado pecador; y, todo esto, se encarna, se hace real, historia visible, en Jesucristo.

Ya vemos en el texto del Santo Evangelio según San Lucas, como el Señor dice: ‹Yo llevo el Espíritu, El Espíritu del Señor está sobre mí, y ya me voy, me voy donde están los pobres, los cautivos, prisioneros; voy a organizarles un año distinto, un año agradable›; aquí podemos y debemos traducir: que ya la vida sea agradable, que ya la vida sea diferente para ellos; y por eso mis queridos hermanos sacerdotes, ustedes y yo seguimos aprendiendo de Jesucristo, el Ungido de Dios, en su esencia, en su misión; y veremos también como después, los atributos del Espíritu Santo van en la misma línea: Padre Dios, Jesucristo, El Espíritu,

Espíritu Santo Consolador, ¿a quién va a consolar? a los que están tristes; Dios no quiere ver a sus hijos desolados, en lágrimas, en angustia, en soledad; Espíritu Santo Consolador, Espíritu de Fortaleza, el Espíritu del amor, el Espíritu de la sabiduría, y así tenemos, pues como esa Escuela Sagrada del Padre Celestial, y de su Hijo y de su Espíritu, es la que a nosotros nos acoge, es la que a nosotros nos ha abierto un espacio; esa escuela sagrada es la que a nosotros nos integra en la misión única de Dios Nuestro Padre, y de su Mesías, Jesucristo Nuestro Señor.

Y como es emocionante ver, que deberás el Padre Celestial es el modelo, es el ejemplo indiscutible de Jesús, para que Él haga lo mismo, para que Él se detenga, para que Él busque, para que Él beneficie a todos los que han caído en el sufrimiento, o que están agobiados por la ignorancia, por las debilidades, por el pecado y por la muerte; y el día de hoy, ustedes lo vivieron en su Oficio de Lecturas, ese segundo texto, la segunda lectura, Carta, no, primera lectura, Carta a los Hebreos; en la Carta a los Hebreos hoy, la única característica que resalta el autor de este texto, se refiere a la nota característica de ese sacerdote ungido por Dios, que tiene esta característica: ‘compasivo′; ¡así necesitábamos un sacerdote! ‘compasivo′.

De hecho en el texto de hoy, de Carta a los Hebreos, no se sale de ahí el autor, a veces compasivo, misericordioso, ¡no!, se centra en la compasión. La característica suprema, habitual de este sacerdote es la compasión; el autor dice: ‛cómo se ha compadecido de los ignorantes‘, por eso la palabra, por eso el anuncio, por eso la predicación, por eso el Evangelio, por eso la enseñanza de la verdad, por eso la sabiduría que Jesús comparte a sus discípulos; porque la ignorancia es fatal, mata, todo lo mata, todo lo reduce, lo aniquila, y por eso esa luz de la Palabra, esa luz del Evangelio, que Jesucristo nos ha traído.

Me invitó junto con ustedes a tener un fervor y un interés muy grande por anunciar el evangelio, por predicar la enseñanza de Jesús; aprovechemos a cada instante, siempre que se reúna el pueblo, que inmediatamente nos surja la compasión de Cristo, y ofrezcamos la luz de la sabiduría infinita, que nos ha traído Nuestro Señor. Enseguida dice el autor de la Carta a los Hebreos, que este sacerdote compadecido, compasivo, se duele por las debilidades, por los defectos, por los errores, por la enfermedad de los hijos de Dios, y su trabajo consiste en venir a ayudarnos en todas nuestras debilidades. En seguida también habla del pecado, y dice que, pues el pecado es el que nos trajo la muerte, y esa muerte solo Dios hubiera podido quitarla, El Mesías, El Sumo Sacerdote está empeñado en acabar con la muerte.

Mis queridos hermanos, aquí tenemos la tarea, aquí tenemos el programa habitual de nuestro sacerdocio: ‛la compasión‘. Recordemos que las estructuras del mundo nos van llevando a tanta organización, a tanta eficiencia, que la compasión puede quedar atrás, puede borrarse incluso, ¡No! Que en nuestra Diócesis no desaparezca jamás en el servicio ministerial, la característica preciosa del Sumo Sacerdote, que es la compasión. Y a propósito, yo quiero felicitarlos porque el día de ayer, muchos de ustedes, en algunas parroquias, o en otro tiempo, en otro momento, pero me impresionó y me agradó tanto, que muchos de ustedes el día de ayer se dedicaron a consolar, a asistir, hacerse presentes, acariciar a los enfermos, y he tenido noticias de la satisfacción tan bonita que vive el pueblo cuando la iglesia los atiende, intercede, se preocupa por los que sufren.

En este momento que vivimos, en Tercera Orden, yo insistía en como nuestro Presbiterio, ojalá se siga caracterizando por su amor, su fervor eucarístico; ahora completo todo eso, diciéndoles: ‛Hagamos que nuestra Diócesis se distinga por la compasión‘, tenemos una tarea bellísima, tenemos una cita excelente en el mundo del dolor, del sufrimiento; ‛Que nuestra Diócesis se distinga espontáneamente, a flor de piel, por su cariño, su cercanía con los enfermos‘; y eso hagámoslo nosotros, aunque sea modestamente, pero enseñemos a nuestros agentes de pastoral, a ser compasivos, a dar seguimiento al dolor que experimentan las familias, las personas, allí en lo escondido, en lo marginado.

Hagamos pues que nuestra Diócesis tenga siempre esa tarea, ‒no preocupación‒ sino ahora sí que, sea usos y costumbres en nuestra Diócesis amar, acompañar, apoyar a los enfermos; eso es obra del Espíritu de Cristo, eso es actitud perene del Padre Celestial. Qué bueno que Nuestro Señor nos dijo: “curen”, ¡si le creyéramos!, como Él muchas veces nos regañó a sus apóstoles: “hombres de poca fe”, pues hombres de poca fe, crean esto que les digo, curen a los enfermos, impónganles las manos; disfrutemos ese gusto, esa delicia de imponer las manos porque significa “estén cerquita”, no les tengan asco, ningún enfermo debe ser repudiado por ustedes, no desconfíen, no le corran, acérquense, tóquenlos, toquen sus llagas, se convertirán en cicatrices, acarícienlos, apapáchenlos.

Vamos a pedirle, yo hoy si le quiero pedir a Nuestro Señor, que ustedes queridos hermanos sacerdotes con sus agentes de pastoral, sigan cultivando, sigan buscando los caminos de la compasión, y ser muy creativos y generosos en esto que, el Sumo Sacerdote, que hoy nos integra solemnemente de nuevo a su sacerdocio, vivió como una prioridad; esa será también, nuestra característica, que el pueblo diga: “¡Estos son los sacerdotes que necesitábamos! compadecidos, compasivos”. Amén