Por Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco
“Tanto amó Dios al mundo”.
Y así es mis queridas, mis queridos hermanos, desde el comienzo de la revelación, desde el comienzo de la vida, de la historia, «Dios es amor y todo lo hace bien» porque lo hace con amor; bueno nosotros hemos desajustado, no hemos entendido tal vez con soberbia, con egoísmo, con prepotencia, nos hemos querido desmarcar de Dios, pero Él no; Él ha insistido en que somos sus hijos, somos sus criaturas; y por eso la primera gran revelación que Él hizo acerca de su persona, la tenemos hoy en el Libro del Éxodo, su capítulo 34: “Yo soy el Señor, Dios compasivo y misericordioso, paciente y fiel”.
Imagínense, aprender que somos imagen y semejanza de Dios, y recoger esas características de Dios, sería otra la historia personal y la historia comunitaria; un Dios compasivo, que todos fuéramos compasivos, clementes, misericordiosos, con mucha paciencia y lealtad; como anhelamos que las lealtades grandes, fundamentales de la vida, no se acaben, no se desgasten; que exista la lealtad, para que ‒bueno pues como dice nuestra canción de Juan Gabriel‒ ′para que todos sigamos en el mismo lugar y con la misma genteͬ; todo eso de dar seguridad, garantía, es muy agradable, eso es Dios.
Enseguida se habla mucho de que Nuestro Señor, pues es grande, poderoso, lleno de gloria y majestad; pero, siempre que la revelación nos muestra esa realidad de un Dios altísimo, poderoso, sublime ‒inmediatamente‒ pero se abaja, para mirar, para meterse a la basura, al polvo, a los calabozos, a los hospitales ‒por así decirlo‒ donde está el enfermo o el huérfano, o la viuda, o el migrante extranjero que no tiene ningún apoyo, ¡ahí está el Señor! Todavía otros Salmos hablan de que el Señor en su trono sagrado, pues penetra los abismos, y sobre todo los abismos del alma, allí donde hay oscuridad, desesperación, allí donde no hay luz, ni se ve como pudiera llegar la salvación y la paz, así es nuestro Dios.
Y pues, debemos comprobar que su Hijo siguió, se comportó, no perdió, las características más bellas de Dios: la humildad, la cercanía, la atención a los chiquitos, a los últimos, a los más necesitados a los que tenían padecimientos abrumadores. Jesucristo estuvo, convivió, porque Dios estaba con Él, y Él seguía lo que vio, y lo que le enseñó su Padre Celestial. Él nos promete el Espíritu Santo, y de nuevo, una característica que la Iglesia descubre en el Espíritu Santo ‒yo creo que la primera‒ ‹es Padre de los pobres, ¡Ven! Padre de los Pobres›; o Cristo que decía de Él «consolador», le duele que los hijos de Dios lloren, que estén tristes, por eso es “El Espíritu Santo Consolador”.
Bueno queridos hermanos, y la salvación es eso, que Dios nos quita todo aquello que nos derrumba, nos hace fracasar, todo aquello que nos pone en el abismo; y ahora nos llena del Espíritu Santo, nos llena de la verdad y de la sabiduría infinitas, del amor; decía San Pablo cuando él saludaba: ‹amor del Padre y la gracia de nuestro Señor Jesucristo›, o sea tú te acercas a Jesucristo y algo agradable, de gracia, algo agradable, algo gratuito, se te pega; y tú también puedes ser agradable, y hacer cosas agradables, no desagradables, funestas, agresivas, ¡agradable! “Que el amor del Padre, la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, y el interés por los demás, la armonía con los demás, la comunión del Espíritu Santo, esté con todos ustedes”.
Pues mis queridas hermanas, esto es la Fiesta de la Santísima Trinidad, esta es la vida de la Iglesia: pensar, vivir en el amor del Padre; recoger, imitar, practicar las virtudes del Padre Celestial; esto es la vida cristiana, caminar al estilo de Cristo; esto es la vida de la Iglesia, tener la santidad, o sea, el estilo del Espíritu Santo Consolador, Padre de los pobres, Luz en las tinieblas, refrigerio en el calor o luz en la oscuridad, ¡alegría! la alegría de vivir, y vivir juntos.
Pidámosle pues a Nuestro Señor, que la Iglesia siga profunda, comprometidamente entregada, lúcida, para El Padre, El Hijo y el Espíritu Santo; que en la Iglesia se viva, en la Iglesia se sienta el amor del Padre, la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, y la santidad del Espíritu. Y que en la Iglesia todo sea para glorificar al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo; y la sorpresa es, que también a nosotros, por la acción de ese Padre, de su Hijo y del Espíritu, se nos compartirá la gloria, la resurrección, y la vida que no se acaba. Amén.