Por Mons. Juan Manuel Mancilla Sánchez, Obispo de Texcoco

“El más pequeño de mis discípulos”. Mis queridas hermanas, mis queridos hermanos, el Evangelio siempre nos llena de una sabiduría, y nos llena de una paz infinita. Hoy hemos de recordar cómo el Pueblo de Dios nació del amor; cuando el Señor entrega la Alianza, los contenidos, lo que hace caracteriza al pueblo de Dios, llamados “los Diez Mandamientos”, en lo primero que aparece es el “amor”, amarás, “amarás al Señor tu Dios”; el pueblo nace del amor, del amor de Dios y del amor hacia Dios.

Y bueno ahora, en el texto del Santo Evangelio en una forma también, muy delicada pero precisa, Nuestro Señor nos dice que: ‘nosotros los discípulos estamos para amarlo′ con un amor grande, con un amor especial, con un amor creativo, con un amor perfectamente identificado en su misma persona, como Israel lo tiene con el único Dios verdadero; teniendo la primacía del amor de Dios, teniendo la fuente del amor de Cristo, todas nuestras relaciones humanas se organizan en una forma maravillosa, pero en el momento en que nosotros desplazamos a Dios, en el momento en que hacemos a un lado a Cristo para relacionarnos con las personas, así sea nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros amigos, desde ese momento comienza a tambalearse y a frustrarse la capacidad de amar, ‹el que ama a su padre o a su madre más que a mí, y no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.›

Mis queridos hermanos, mis queridas hermanas, Cristo nunca menospreció a nadie, nunca infravaloró nuestras relaciones cotidianas, familiares, pero ciertamente nos ayudó a que entendiéramos que la fuente, que entendiéramos que la riqueza grande del amor está siempre en El Mesías, Él es la garantía, Él es la certeza, la seguridad de que amándolo, teniéndolo como la referencia suprema, no te vas a equivocar; cuántas personas, cuántos niños o jóvenes, no han cometido errores muy grandes por amar, por obedecer primero, por ejemplo a la mamá o al papá, y no a Jesús.

Por lo tanto queridas hermanas, hoy nosotros discípulos de Jesús, experimentemos y decidamos ser sus discípulos auténticamente, quererlo escuchar, detenidamente, ir valorando su Palabra, irnos dejando acompañar como lo hicieron los Apóstoles; los Apóstoles se dejaron guiar, se dejaron corregir muchas veces por Jesús, y entonces alcanzaron la plenitud del apostolado, pudieron ser una garantía para enseñar a todas las naciones, y ofrecerles la sabiduría perfecta que viene de Dios.

Y así mis queridos hermanos, Nuestro Señor también a sus discípulos nos pone en un lugar privilegiado, aun cuando seamos ‒y ojalá sí permanezcamos‒ pequeños, hay una grandeza infinita, hay una relación perfecta del discípulo, de lo que es el discípulo, de lo que hacen discípulo, de lo que recibe el discípulo, hay una relación perfecta con el cielo; el cielo está atento a ver todo lo que le sucede a un discípulo que ha sabido amar a Cristo; por ejemplo ‘recibir′, y esto ojalá hoy a nosotros también nos siga reeducando en la capacidad de recibir, en la capacidad de valorar a los demás; cuántas veces no nos habrá visitado Dios y nosotros por ver que se trata de una persona muy sencilla, o tal vez ignorante o tal vez con muchos defectos, nosotros le cerramos la puerta o incluso la rechazamos, y nos perdimos la experiencia, nos perdimos el regalo de recibir a Dios.

El autor de la Carta a los Hebreos llegó a decir: «estén atentos en practicar la caridad, porque muchos que recibieron a personas insignificantes, estaban recibiendo Ángeles; abrían las puertas a los ángeles de Dios, que les recompensarán todo lo que les ofrecieron». Bueno en una palabra, aprendamos a recibir, aprendamos a valorar a las personas; si las recibimos correctamente estamos glorificando a Cristo, y estamos como quien dice, depositando en el cielo una cuenta tan valiosa, que Dios te la engrandecerá para las moradas eternas, ‘el que reciba hasta el más pequeñito, el que le regale al más pequeñito un vasito de agua, lo encontrará magnificado, engrandecido en el cielo′.

 Jesús pues mis queridas, mis queridos hermanos, nos enseña a valorarnos como pequeños, a valorar lo pequeño, a valorar los detalles, a valorar la monedita, a valorar el vasito de agua, a valorar un trocito de pan, a valorar un saludo, una sonrisa, y de ahí el cielo se enriquece, y tendrá mucho que darnos cuando nos presentemos ante nuestro Divino Señor. aprendamos a recibir, a valorar a las personas, a contemplarlas con los ojos de Cristo, aprendamos a seguir siendo pequeños, aprendamos a valorar hasta el mínimo detalle que alguna persona nos ofrezca, glorifiquemos a Dios, y estaremos en diálogo perfecto con el Reino de los Cielos. Así sea.